[...] Sebastián Díaz era un habitante más del pueblo, una de esas personas que no son ni conocidas ni desconocidas, un rostro casi anónimo y a la vez cotidiano, más identificable por el hecho de que vivía en el caserón del acantilado que por sus fracasos o éxitos personales en cualquier campo, suponiendo que hubieran existido. Y tras dejar la taza añadió, en un susurro que parecía indicar algún afán de complicidad: "Aquella muchacha junto a la ventana ha preguntado por usted". "¿Por mí?", se atragantó él, el café a punto de derramarse por la grata sorpresa. "Quiere visitar el caserón. Busca al dueño. Parece que quieren rodar allí una película". Al girarse animado por una esperanza todavía sin causa real, contento con alegría que comprendía infantil, vio cómo la desconocida alzaba los ojos y sin más protocolo, como si hubiera oído las palabras de Pedrín, se ponía en pie y venía hacia él, resuelta y sonriente. No era guapa; ya entonces, aunque rendido de antemano a ella en ese momento inmediatamente anterior al instante cero de su relación, no la habría definido como una mujer guapa. Pero la belleza es una convención necia de la inteligencia humana, un término insuficiente para contener y definir lo incontenible y lo indefinible: ¿la química, el embrujo? ¿Lo incontenible, lo indefinible? [...]
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