Al leerlo sólo puedo pensar en amores que nunca fueron, amores que fueron pero que son inmortales y amores sin límites. Brutalmente triste y real, pero maravilloso.
[...] - De todas formas, seguirás teniendo dinero en casa de Casio por si alguna vez te hace falta. -- Y, sin mirar atrás, encaró la puerta para salir. Netikerty, a su espalda, tomó con una mano el vaso de agua que Lelio ni tan siquiera había probado y el plato de queso con todos sus trozos intactos y fue a decir algo, pero cuando levantó la vista, Cayo Lelio ya había desaparecido y ante sus ojos aún perplejos por aquella fugaz y sorprendente visita sólo estaba la luz blanca del sol. Netikerty corrió a la puerta y pensó en llamarlo y hablarle y decirle y contarle, pero al asomarse sólo vio la espalda de un hombre poderoso que se alejaba, una vez más, sin tiempo a aclarar nada, y sacudió levemente la cabeza, cerró los ojos y suspiró, y cuando volvió a abrirlos pasó algo extraño. Justo cuando Lelio alcanzaba el lugar donde le esperaba un esclavo que Neitkerty reconoció en seguida como el atriense de Casio, por la esquina de la calle apareció la figura joven, alta y fuerte de su hijo Jepri. El muchacho, uniformado como soldado de la policía del Nilo, venía a casa de su madre, donde vivía, pues aún no había buscado esposa. Jepri y Cayo Lelio se cruzaron sin conocerse y Netikerty vio que Lelio miraba a aquél soldado y observó como el general de Roma volvía su cabeza y seguía con la mirada a Jepri, que caminaba sin detenerse hasta que debió sentir algo raro al ver que su madre miraba hacia lo alto de la calle, pero no hacia él, sino hacia alguien que estaba detrás de él. Jepri se detuvo entonces y miró por encima de su hombro. Las miradas de Jepri y Cayo Lelio se cruzaron un segundo. No se saludaron, no se dijeron nada, pero ni Jepri se sintió incómodo por que aquél oficial romano le mirara ni Lelio se puso nervioso. Los dos hombres dejaron de mirarse y Jepri continuó caminando hacia su casa donde su madre le esperaba. Lelio se quedó allí, petrificado, inmóvil observando como Jepri saludaba con un beso en la mejilla y usaba una palabra, que aunque él no podía entender egipcio, sin duda, significaba "madre". Observó también que el joven soldado tenía una larga cicatriz que se veía por la espalda desnuda de protecciones en medio del calor de aquella mañana y Lelio recordó una noche en la que se despertó con sueños extraños aterrado por que le hubiera pasado algo a su pequeño hijo en Roma y como Netikerty había ido a rezar a los dioses romanos en casa de Casio, y todo encajó en su mente en un momento, como un destello. Cayo Lelio miró hacia abajo, hacia la puerta donde Netikerty seguía inmóvil. Netikerty había dejado pasar a aquel joven hombre al interior de la casa, pero aún permanecía en pie y vio que su mejilla izquierda resplandecía por el reflejo de la luz del sol que, seguramente, provocaba una lágrima en su lento descenso. Lelio permaneció quieto, sin decir nada. Lelio no se acercó ya a Netikerty ni volvió a verla nunca más, pero hizo dos cosas muy pequeñas y muy grandes al mismo tiempo: asintió levemente y sonrió con sinceridad. Netikerty se limpió una lágrima muda de su mejilla cálida por el sol y asintió a su vez a modo de respuesta. Luego entró en su casa y cerró la puerta sintiendo algo muy parecido a la paz. Lelio había dedicado años a intentar olvidar a Netikerty, pero ahora, sin embargo, sabía que podría recordarla siempre porque el rencor de antaño había quedado borrado con un breve pero inmenso cruce de miradas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario